Nuestro cuerpo está en permanente contacto con el entorno, el cual nos proporciona todas las sustancias que requerimos. La mayoría de las mismas se encuentran en los alimentos, los cuales nos proporcionan los nutrientes necesarios para realizar múltiples funciones corporales.En cambio, existen otras sustancias que afectan la salud, las cuales se caracterizan por generar una dependencia física y psicológica de la persona. Constituyen problemas de salud que se denominan adicciones, existiendo múltiples variedades de las mismas y sustancias que generan dependencia.Para lograr una vida sana es importante evitar las adicciones, que se producen con algunas sustancias que tienen un gran poder adictivo en algunas personas en particular. Por otra parte hay que abandonar las adicciones que tengamos, como por ejemplo dejar de fumar. La nicotina que posee el tabaco genera una gran dependencia física y psicológica además del hábito ya adquirido por el fumador. También existe adicción a medicamentos, bebidas alcohólicas, sustancias alucinógenas y drogas.
Para adquirir una adicción hay que tener una personalidad susceptible, es decir, no todas las personas pueden poseer una adicción a alguna sustancia. Hay que tener en cuenta, que existen posibilidades para combatirla y lograr un mejor estado de salud. Las adicciones producen alteraciones no sólo físicas sino psicológicas en los individuos y el entorno que los rodea. El abandono de la adicción es fundamental para lograr una vida más plena, independiente y con una mejor calidad de vida.
El alcohol puede puntualmente ocultar la ansiedad y otros problemas porque desinhibe, pero no erradica el problema, sólo lo esconde y puede incluso agravarlo.
Aunque no siempre lo consigue, en muchas ocasiones la ingesta de alcohol tiene un efecto beneficioso sobre el disparo ansioso, aunque dicho efecto resulte, en el fondo, un autoengaño. La capacidad desinhibidora de esta sustancia conduce fácilmente a una sensación de atenuación de los síntomas (sobre todo en situaciones concretas de agitación) y, por extensión, a la neutralización de un episodio ansioso específico; es decir, pone bálsamo a esa situación atrapante y muchas veces a la indefensión que lleva aparejada. Es evidente que una vez que ha disminuido o ha pasado el efecto, todo sigue igual que antes, así que podríamos decir que el alcohol no suele hacer más que mantener el problema, a pesar de que llegue a «solucionar» un instante de alteración. Con frecuencia, la aversión a los ansiolíticos ha determinado que muchas personas ansiosas utilicen el alcohol como una forma «más natural y controlable» de serenar momentos concretos (especialmente en los acontecimientos ansiosos más conocidos por el sujeto), aunque esto no deja de ser, en el fondo, un error de interpretación. Así, antes de subir a ese avión que tanto nos incomoda, cuando se deba conducir mucho rato, cuando hay que estar ante esas personas que nos intimidan, o cuando se desee aparecer optimista en una cita importante, etc., un buen número de personas ansiosas (que conocen bien sus problemas de control emocional o situacional) hacen uso del alcohol con objeto de serenar el disparo psicosomático (que de buen seguro iba a llegar… como siempre) y circular libremente por esos momentos comprometidos. Sin embargo, al final todo acaba siendo como antes, quizá con el agravante de ser descubierto o de las consecuencias que para la salud de la persona pueda tener a corto o a largo plazo el consumo de alcohol.
En efecto, muchas personas con ansiedad lo utilizan en circunstancias en que la inseguridad personal da paso, fácilmente, al problema en su aspecto más incontrolable y duro. Como se ha dicho, en estos casos la desinhibición que provoca la ingesta de alcohol hace desaparecer la percepción interna de peligros (de los que la vida sobria está repleta) y «abre» a la persona la posibilidad de llevar a cabo una respuesta «natural», dada la «valentía» que ahora siente. Como se puede observar, aquí el alcohol asume el valor o el papel de un medicamento, pues determina la atenuación o la desaparición de un momento o secuencia de ansiedad, con el añadido de una evidente sensación de falsa euforia y bienestar propias de la desinhibición. El alcohol aporta una calma sobre la agitación así como una relativización cognitiva que modifica la forma habitual de pensar y de sentir. En este sentido, mientras que el ansiolítico actúa específicamente sobre la reacción ansiosa, es decir, sobre la manifestación psicosomática y su intensidad, manteniendo inalterable, eso sí, la percepción contextual de peligros, el alcohol tiene sobre todo especial incidencia en el descenso de la percepción amenazante del contexto, por lo que no actúa tanto sobre la respuesta ansiosa sino sobre la interpretación que se realiza del mundo, cosa que conduce a entenderlo ahora en su formato neutro, haciendo estéril la aparición de los síntomas. El fármaco es específico, mientras que el alcohol tiene una acción múltiple y global; con el fármaco se puede trabajar el cambio de pensamiento, pero mediante la ingesta de alcohol eso no es posible.
Es evidente que el alcohol puede mejorar las condiciones individuales de agitación ansiosa (reduciéndola o anulándola) en numerosas personas, pero también es cierto que ni soluciona el problema, dado su efecto efímero, ni emancipa a la persona (de hecho la puede convertir en adicta), ni permite ser natural.